miércoles, 7 de diciembre de 2016

Ropa interior

Yacía acurrucada en su cama
sosteniendo con fuerza las sábanas
que un día fueron para dos. 
Aun en la inmensidad de aquel colchón
que ahora le parecía gigantesco,
ella habitaba en el lado izquierdo
haciendo equilibrios
junto a la almohada para no caer.

Permanecía paralizada
sin voluntad ni fuerza
para mover ninguna parte de su cuerpo;
incluso respirar causaba un dolor
que escocía en su pecho.
No le quedaban lágrimas por derramar.
Su pelo alborotado,
sus labios secos, su mirada perdida…

Incluso tapada completamente,
notaba cómo sus pies
se congelaban
a causa de la brisa que entraba
por la ventana,
pero solo los apretaba fuertemente
uno contra el otro,
como si así el frío desapareciera.

Llevaba un camisón blanco
con los encajes rotos por los costados
y todos los recuerdos se configuraban
como una ropa interior que presionaba demasiado.
Escuchaba atentamente el silencio
temiendo que de repente se rompiera.
Todos los años que pasó junto a él,
el silencio había sido el preludio de la tormenta.

Cuando él se callaba y se acercaba a ella,
cuando los niños dormían,
cuando ella se escondía…
Pero ahora el silencio
había cambiado su propio concepto.
Ya no anunciaba nada,
aunque ella no conseguía confiar
totalmente en ese término.

El silencio continuaba junto a ella
y nada lo interrumpía.
Por eso no quería ni moverse
para no asustarlo.
Pasó horas así, asumiendo que
el monstruo había desaparecido.
Ya no tendría que mirar hacia otro lado
o recoger platos rotos a la madrugada.

Ya no tendría que escuchar gritos
ni recibir bofetadas
a la vez que se culpaba de todo.
Pensó en los límites,
en las fronteras y las murallas,
y no era capaz de averiguar
en qué momento fueron destruidas,
cuál fue la causa.

Respiró profundamente,
apretó los puños a la par que los labios
y escribió sin vuelta atrás
el comienzo de su nueva vida:
Ya no caen lágrimas por mi rostro
cuando intento recordar el momento
en el que el amor se convirtió en mi miedo
y en tu odio.

Tanta era mi confianza en ti
que tus afirmaciones ilógicas
me hicieron frágil.
Un cristal a punto de resquebrajarse.
Por creer que tus celos cicatrizarían
construí un muro dónde secuestraste
mis faldas, mi pintalabios,
mis palabras.

Bajé la mirada,
incluso culpé a mis propias esperanzas.
Me hice sumisa cuando los gritos
se transformaron en heridas visibles.
Protegerte fue mi mayor cárcel.
Ahora sé que mi amor te hacía más fuerte,
pero en vez de quererme
te escudaste en ser un cobarde.



No hay comentarios:

Publicar un comentario