Yacía
acurrucada en su cama
sosteniendo
con fuerza las sábanas
que
un día fueron para dos.
Aun
en la inmensidad de aquel colchón
que
ahora le parecía gigantesco,
ella
habitaba en el lado izquierdo
haciendo
equilibrios
junto
a la almohada para no caer.
Permanecía
paralizada
sin
voluntad ni fuerza
para
mover ninguna parte de su cuerpo;
incluso
respirar causaba un dolor
que
escocía en su pecho.
No
le quedaban lágrimas por derramar.
Su
pelo alborotado,
sus
labios secos, su mirada perdida…
Incluso
tapada completamente,
notaba
cómo sus pies
se
congelaban
a
causa de la brisa que entraba
por
la ventana,
pero
solo los apretaba fuertemente
uno
contra el otro,
como
si así el frío desapareciera.
Llevaba
un camisón blanco
con
los encajes rotos por los costados
y
todos los recuerdos se configuraban
como
una ropa interior que presionaba demasiado.
Escuchaba
atentamente el silencio
temiendo
que de repente se rompiera.
Todos
los años que pasó junto a él,
el
silencio había sido el preludio de la tormenta.
Cuando
él se callaba y se acercaba a ella,
cuando
los niños dormían,
cuando
ella se escondía…
Pero
ahora el silencio
había
cambiado su propio concepto.
Ya
no anunciaba nada,
aunque
ella no conseguía confiar
totalmente
en ese término.
El
silencio continuaba junto a ella
y
nada lo interrumpía.
Por
eso no quería ni moverse
para
no asustarlo.
Pasó
horas así, asumiendo que
el
monstruo había desaparecido.
Ya
no tendría que mirar hacia otro lado
o
recoger platos rotos a la madrugada.
Ya
no tendría que escuchar gritos
ni
recibir bofetadas
a
la vez que se culpaba de todo.
Pensó
en los límites,
en
las fronteras y las murallas,
y
no era capaz de averiguar
en
qué momento fueron destruidas,
cuál
fue la causa.
Respiró
profundamente,
apretó
los puños a la par que los labios
y
escribió sin vuelta atrás
el
comienzo de su nueva vida:
Ya
no caen lágrimas por mi rostro
cuando intento recordar el
momento
en el que el amor se convirtió
en mi miedo
y en tu odio.
Tanta era mi confianza en ti
que tus afirmaciones ilógicas
me hicieron frágil.
Un cristal a punto de
resquebrajarse.
Por creer que tus celos
cicatrizarían
construí un muro dónde
secuestraste
mis faldas, mi pintalabios,
mis palabras.
Bajé la mirada,
incluso culpé a mis propias
esperanzas.
Me hice sumisa cuando los
gritos
se transformaron en heridas
visibles.
Protegerte fue mi mayor cárcel.
Ahora sé que mi amor te hacía
más fuerte,
pero en vez de quererme
te escudaste en ser
un cobarde.
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