Llovía en Madrid. Llovía mucho. Como si la ciudad
llorase la llegada del otoño. ¡Qué ironía! Miraba hacia el suelo mientras la
gente se chocaba contra ella. Contaba los zapatos coloridos que esperaban ansiosos
el sol en mayo pero se ahogaban a cada paso. Los charcos mostraban la nostalgia
y la transformaban en una especie de ira con miedo escénico.
También contaba las gotas de agua que caían dónde no debían: una en una
fuente aplastada por estridentes deseos, otra en un gran charco manchado de
sombras que ya no sobrevivirían. Gotas de agua descendiendo por sus mejillas.
En un hipotético caso, podrían ser lágrimas pero no se notaría.
Subió la mirada después de un buen rato navegando entre pequeñas
tormentas y se sentó en la esquina de una librería. Le gustaba imaginar -
con la lluvia era más fácil – que su nombre aparecía en todos los libros. No
como autora, eso sería demasiado fácil, sino como protagonista o, mejor aún, como
musa.
Las gotas de agua acariciaban los cristales de aquella librería. Era
sorprendente cómo un sitio tan pequeño podía encerrar tantas historias. Tantos
lamentos y momentos felices, tantos suicidios y formas de hacer el amor, tantos
asesinatos, tantos te quieros.
- ¡Que se pare el mundo! ¡Parad! ¿No
veis que en realidad afuera no llueve? ¡Es dentro (en las librerías) dónde se
desgarran los llantos y las lágrimas rebotan en vuestra indiferencia!
Pero el
mundo no contestó. Paró de llover como paran los coches en el arcén cuando se
estremecen los motores. Al menos lo había intentado. Había gritado hasta
quedarse sin voz, hasta detener el tiempo en aquel momento, hasta llorar por la
lluvia. Algunos paseantes se quedaron asombrados reflejando en su cara la
definición de locura más locuaz y furiosa. Otros rieron simplemente, como si
ella formara parte de una actuación, de una forma de teatro en la calle. Pero
al final todos se fueron, como se alejan los niños al moverse un mimo con alevosía.
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