Alguien habló de edad y acarició, espero que
inconscientemente, esa bisagra de mi paciencia que hace de ella un desgarro
intranquilo. Justificar algo por la edad deja el argumento, bajo mi punto de
vista, a la altura de una simple excusa barata. Tanto para lo bueno como para
lo malo. He escuchado mil veces esa expresión: “Claro, es joven”. Es la
coartada perfecta para hacer cualquier cosa mal, total, eres joven ¿no? Y lo
peor es cuando la palabra joven tiene que soportar la dura carga de la
coletilla `sin experiencia´.
Por el contrario, tener un montón de años menos
también sirve para aplaudir aún más los méritos: alguien que empieza a rozar
los 20 años y defiende mejor sus derechos en público que cualquier acomodado
cincuentón, así como un `joven´ que escribe, compone, consigue la máxima nota
en no sé qué bobada. ¿Qué tendrá que ver? La edad es un número, unos días que
constan como sobrevividos pero quizá no como vividos realmente, un tiempo que
puede que se haya pasado en la barra de un bar desde 1970 o en una biblioteca
desde 1995. La edad es un dato sin más que no debe influir en nada. Al igual
que no sirve de nada acumular créditos de libre configuración o no. “Yo no soy
cuarenta asignaturas aprobadas”, ¡ya ves!, como me recuerda siempre Antonio Brocal Beltrán. ¿Se supone que
un título o varias matriculas de honor demuestran que sabes más? Al contrario,
diría yo, demuestran que memorizar cosas no tiene una utilidad más allá de los `intereses
personales´; además de que nos encanta entrar en ese círculo que marcan los de
arriba que en realidad están por los suelos.
La madurez es lo que debería tenerse en
cuenta. ¡Qué ilusa soy! Puedes escribir un libro con 16 años y no por ello se
deben echar más o menos flores, la cuestión es el libro y punto. ¿O hay que
preguntarle a Charles Baudelaire
cuando empezó a escribir Las flores del mal al apenas darse cuenta que había
cruzado los 20 años por unos meses?
Columna publicada en La Opinión de Málaga el 29 de junio de 2013
No hay comentarios:
Publicar un comentario