El autor de una utopía la guarda siempre y la
protege. Custodia sus esquinas amoldándolas contra la mezquindad del despecho.
El demiurgo de tan apreciada fortuna, cubre
cada amanecer esa quimera en el solsticio de una nueva estación. Acompasa con
la tesitura propia a quién se atreve a entonar cuando se hace el silencio.
Corrobora, día tras día, que el estupefaciente que se apoya en libidos
inestables y la esfera creada a base de somníferos sin el desinfectante
propicio solo obedece por caridad. Famélico a causa del pragmatismo
establecido, simplemente balancea esa utopía. La mece en su regazo.
“Que sepulten la utopía” rimaba
Luis Eduardo Aute en una de esas canciones con las que se
despierta la noche. Jugaba con ella, con la utopía, como se entretiene a un
niño en el momento en el que el sueño acaba. Es así, las fantasías son
chiquillos con coloretes embriagados de ambición. Y los verdaderos cantautores,
las caricias con las que estos se distraen. Son los paralelismos en el marco de
la destreza lo que unifica este recuso pueril, el de metaforizar (por insidioso
que parezca) la inverosimilitud de lo mundano.
Una energía de activación,
físicamente comprobable, sería el germen de los latidos de las cuerdas de una
guitarra, casi siempre inherentes al compositor de bolsillo. Barbas de
tempestades en acuarelas y, a veces, un peinado desaliñado con sabor a una
alegoría pendiente sustentan el alma de las letras. No es más que un micrófono
pegado al pecho con las pupilas hincadas
en una corbata reprobable, además de otros instrumentos en manos de desenterradas
utopías. La canción de autor no es más ni menos que eso, una fábula
arrojadiza.
Pablo Guerrero
sabe bien de qué hablo tras esta definición maquiavélica del placer de
succionar la poesía con los acordes de un revestimiento musical. Locura, en
resumen. Para no matizar reflexivos inconscientes. Ya no decía Aute, “el que
hace poesía, el artista, es un personaje que está más cerca del manicomio que
de la academia”. Cada cual recoge su fábula como quiere, o como le dejan.
Columna publicada en La Opinión de Málaga el jueves 18 de octubre de 2012
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