Furiosa pero tranquila. Amaneció así, entre las orillas de una poesía que se desbordaba por los costados. Sumergida, en el
interior, pero sin estar totalmente dentro. Tumbada en una bañera.
Los dedos de sus pies parecían
dulces pasas, salvo por el sabor de la cal del agua algo templada que seguía cayendo.
Los dedos de las manos eran cutículas perversas que aguantaban todo su peso
para que no flotara en la superficie. Doloridas, las manos, casi dormidas en su
intento de ser mayor. El resto de su cuerpo era como un vaivén de
contradicciones. Un pez, tal vez, con aletas sumisas y respiración asistida.
Tenía en una mano el anillo que
le había regalado su madre, quizá el único que le habían regalado, que se
reflejaba en forma de cinismo. Y un vestido rojo, muy rojo. (No recordaba la
razón por la que se había metido en la bañera vestida, pero allí estada.) Aquel
atuendo tan colorido llevada un lazo a la espalda, con la misma función que las
cuchillas de afeitar que utilizaba R.
Bonito lazo, preciosa usura.
Debajo del agua todo le parecía
eterno, más sofisticado por las fisuras. Todo se veía con destellos de sutileza
y traición, de pasión y descaro. Eran las gotas de agua, las que seguían, haciendo
alarde de la fuerza de la gravedad, susurrando cosquillas entre su meñique del
pie izquierdo. Eran suaves y calmadas, pero sus oídos le decían lo contrario.
Inmerso su rostro en un mar de hipocresía, el eco agregado de aquellas gotas de
agua rozaba sus tímpanos con la delicadeza de una aguja oxidada. Pero eran los círculos,
el efecto de las gotas en la superficie, lo que la mantenía en el fondo de
aquella bañera.
Dirigió su mirada hacia la
superficie esquivando tales círculos y, con el más puro sosiego, observó cómo,
paralelas a sus pupilas de luciérnaga, flotaban un par de miopías cansadas de
estar en cautividad. Estaban allí, justo encima de sus ojos acaramelados pero
cansados del sabor a sal. Dos lentillas conservando su dosis de falta de
enfoque hacia lo lejos y más de lo mismo de astigmatismo. Las veía tan frágiles
y solitarias, pero valientes. Tras un largo viaje, más bien unos minutos, las
lentillas habían decidido liberarse de su cordura.
No veía ni oía nada más en ese cuarto de baño
que había decidido adueñarse de ella. Solo las gotas de agua y las miopías flotando.
En un intento por mantener las gotas de agua encarceladas, movió el pie
izquierdo, cansado de cosquillas, para cortar el grifo. Desorientada en su devenir,
por la penetración exquisita del agua tibia en su cuerpo, decidió que la
derecha era la izquierda. El agua comenzó a caer a borbotones con una
temperatura más acorde a su piel, haciendo que involuntariamente (o eso creía)
introdujera rápidamente el pie en el sitio en el que había estado hasta hace un
momento. En ese balanceo de regreso, algo cayó en la bañera.
De repente los ojos le escocían
y el agua se volvió roja por momentos. Un suspiro la despertó del infierno. Así
comenzó todo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario