viernes, 10 de mayo de 2013

Una tregua a la bohemia




A veces, sólo a veces,
los pájaros se visten de negro
y los chalecos de las hojas,
humildes descarados,
entierran la frialdad.


Es un simple hueco en la pared
que refleja las sombras,
las calles, siluetas sencillas,
abnegadas inconscientes,
deterioradas ilusiones.


La ventana es el abismo.
Madrid golpea los cristales
haciendo llorar a las bisagras.
La eterna necesidad
en un paisaje sin rutinas.


Una cristalera sin alma
que amenaza con consumirse.
Y al otro lado siempre Madrid
que no es más que un par de huellas
arañadas en la barra de un bar.


La abertura nocturna del ventanal
deja que la hiedra transpire el humo.
Una madre joven mira hacia ella.
La luz que ya expulsan los cristales
llega hasta un anciano intimidado.


Incluso el gesto de un niño sin sentimientos,
se desliza por la ventana.
La tregua permanente,
 arrebatadores acordes,
de una espera olvidada.


Su pequeña abertura al precipicio
con persianas rasgadas de ingratitud.
delinean excusas cobardes.
Fuera se apaga la ciudad,
el austero desliz de lo utópico.


También  la puerta de un despacho,
y derrumbados profetas por los portales
se vislumbran desde aquel vacío.
Además de aquel domicilio abismal
 frecuentado por amantes sin destino.


Colmadas ruinas en rostros pragmáticos.
Luego, desconsuelos errantes: Madrid
en las comisuras de unos labios,
quebradizos, huérfanos,
cuyos gestos tejen las ganas de sufrir.

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