viernes, 30 de septiembre de 2016

Todos los otoños están llenos de infancia

 Texto escrito para el blog Madrid y Buenos Aires


Escribo sobre mí como si de un ente extraño se tratara. No confío en los cuadernos prestados que carecen de huellas en su interior ni en los finales esperados. El orden de las cosas genera en mí una adicción terrible y entrañable a partes iguales. Y odio los puntos suspensivos. Me gusta escribir en libretas pequeñas con letra irreconocible y anotaciones en los márgenes. Adoro los escritores desconocidos, los marca páginas y el silencio. Y así, me resignaré a hablar de mí misma.

Quizá, pudiera decirse que en mi infancia creé un perfil muy concreto del ser humano: conformista, mecanizado, casi automático, e intenté amoldarme a él durante mucho tiempo. Aunque a veces me veía obligada a tomar aliento.

Con el tiempo, ahora, sigo pensando que el ser humano es de ese modo, pero las excepciones consiguen que sobreviva y que escape. Los libros cargarán siempre con gran parte de la culpa y por ello les estaré eternamente agradecida. Tengo que aceptar que en mi niñez no leí tanto como me hubiese gustado, tal vez por igualarme al resto como decía, por sucumbir a la monotonía de pasar las tardes jugando en la calle o por no encontrar entre la literatura del colegio nada que me atrajese completamente. Una culpa dosificada que no pretendo descifrar. Aunque guardaba el carnet de la biblioteca como si fuese una reliquia y el primer libro que recuerdo que compré, aunque mi mala memoria para los nombres me impide citarlo, lo sostuve entre mis manos como si fuese la llave a otro universo.

Aun no teniendo ningún ejemplo de libro favorito en mi infancia que ofrecer, recuerdo con nitidez que un par de veces le comenté a mi madre que de mayor iba a escribir un libro. Algo que le decía como si fuese un secreto, algo muy grande e importante, con mucho valor, una hazaña en toda regla. Aunque más tarde descubrí que cualquiera puede publicar un libro gracias al dinero, como todo en la vida. Por lo que ya no solo existían los libros que me habían ofrecido conocer en mi infancia: los había mejores pero también mucho peores. Así que mi propósito de publicar libros, si bien lo he hecho con uno: Las estaciones desnudas, ha pasado a ser el de simplemente escribir. El respeto a mí misma me lleva a no pagar por mi propio trabajo, no mendigar a editoriales y no convertir mi propio placer en un producto de cara a la sociedad.

También recuerdo, aunque parezca algo insignificante y absurdo, que siempre pensaba en que alguna vez cuando tuviera una vivienda propia, sin tener que andar de acá para allá por estudios o trabajo, lo primero que compraría sería una estantería gigantesca y original en la que solo colocaría los mejores libros que he leído. Y esto aún me queda por cumplirlo.

Si tuviese que citar a la persona que me abrió los ojos y me dio las alas, sin duda alguna, sería Alejandra Pizarnik. Con ella descubrí que no hay que seguir unas reglas, que en la poesía lo principal no es la historia sino la emoción que desprende cada palabra. A su vez, aprendí que un buen escritor no escribe para los lectores buscando su aprobación, escribe para sí mismo y así conseguir estar totalmente satisfecho. Comprendí que los versos no tienen que ser fragmentados ni estudiados como si fuesen fórmulas matemáticas.



Tal vez aun siga sin leer ni escribir todo lo que me gustaría. Y mi imaginación siga tan impaciente como en mi infancia y de vez en cuando tenga que tomar aire para dejar de crear historias en mi mente. También me dan miedo las librerías por sus bofetadas de libros comerciales y banales. Y, a veces, me asustan las presentaciones de libros, a la vez que me generan impotencia esos asistentes que permanecen sentados aplaudiendo cuando solo compran el libro en cuestión por compromiso.

Sigo con mi obstinación, lo siento por la carrera que estudié de Periodismo, de escribir el título antes que cualquier otra cosa; en mi defensa diré que cualquier historia que escriba, en realidad, ya lleva mucho tiempo conmigo en mi cabeza. Además, odio la ‘literatura de reloj’, como yo la llamo cariñosamente: que no es otra que la que se escribe como si fuera horario de oficina; podría detectarla simplemente al leer una página de un libro y tenga por seguro que no continuaría leyendo.

Soy adicta a leer y escribir esos textos que generalmente la gente comenta que no comprende porque no son concisos y concretos; como si en los libros los acontecimientos tuviesen que ser tan lineales como en la vida. Me gusta la escritura por impulso, la que nace y no necesita insecticidas, riego por goteo e invernadero. Sino la que se genera sola y lucha por sobrevivir, sustentarse y florecer sin ninguna ayuda.

2 comentarios:

  1. Hola Maribel, un relato personal con la tinta inacabada, gracias por dejar esos trazos íntimos y compartirlos. La niñez es un inicio la historia de cada uno de nosotros, la escribimos en el momento, en cada etapa. Pienso que agarrarse al impulso es necesario para seguir adelante, aunque a veces también es bueno volver para abonarlo, así puede que nuestras ramas dejen ver el horizonte más cercano. Un abrazo

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