Cuando abrió el tablero, no encontró a la dama blanca. Solo pensó
en su desdicha en ese instante. Pretendía ahogar su furia y demostrar su
audacia. Quizá no podía ganar a su contrincante en otros aspectos en los que la
suerte le había sonreído, pero al ajedrez podría derrotarlo con una venda en
los ojos. Sin embargo, aquellas dieciséis piezas, de las cuales disponía a sus
anchas sobre los escaques en cada partida, lo hubiesen alzado a la gloria. Solo
quince eran las que yacían ahora en la entropía de un blanco y negro deteriorado.
Tal vez, ya era tarde para reconciliaciones. Ella se había fugado dejando al
azar como evidencia y su reloj como muestra de estrategia.
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