Mi vida yacía tendida a falta de respiración
asistida. Despojado de sensaciones rutinarias
y acunando pretenciosas verdades absolutas, me disponía a decir adiós de
nuevo. Tanto afán de independencia había hecho de mí un hombre solitario que,
como habitualmente, se apresuraba a averiguar con prisa la dársena que le
correspondía.
Ya me había acostumbrado a
viajar de un lado a otro, por una causa precisa o buscando alguna en otro
lugar. Como Unamuno me afirmó en uno de mis traslados: “Se viaja no para buscar
el destino, sino para huir de donde se parte”.
Poco a poco me sumergí en aquel
mundo de cruces de miradas y asentimientos con la cabeza. Al principio, me
encontraba nervioso por desconocer paradas y trayectos. Pero asimilé la belleza
de esa sensación de incertidumbre.
Siempre con música, algún libro
y una libreta de notas para recordar historias fruto de mi imaginación y de mis
impulsos. Me sentaba en el asiento del autobús que me había sido asignado y
colocaba todas las cosas que portaba en el asiento de al lado. Siempre elegía
asiento con ventanilla para mirar hacia el exterior pretendiendo acoger todo el
paisaje en mi mente.
Concretamente prefería los
asientos que se encuentran justo en medio de una ventana, separados de los
marcos para tener una visión más amplia. A su vez, también los escogía
deliberadamente para estar alejado de las cortinas. Incluso cuando el sol
penetraba por el cristal, optaba por permanecer observando por el ventanal.
A veces, cuando alguien se
sentaba a mi lado, quedaba sorprendido por las historias que sin conocerme me
contaba. Algunas señoras mayores lograban asombrarme. Diversas situaciones muy
peculiares se amontonaban en cada viaje en mi libreta de notas.
Con el tiempo, fui haciendo mía
aquella sensación. Exceptuando muy pocas ocasiones, siempre viajaba solo y lo
prefería así. Cada vez que tenía que hacer un viaje lo organizaba al milímetro
y esperaba con afán que llegase ese momento.
Los trayectos los vivía como un
cambio de dimensión, pero despacio para asimilarlo. Rutinariamente tenía que
cambiar de lugar y consiguientemente de forma de actuar. Pasaba de un ámbito de
mi vida a otro totalmente diferente: del familiar al universitario, del de
pareja al laboral, del de ocio al de obligación… Estos cambios entrañaban un cambio
de registro que se me hacía más fácil y llevadero al pasar por el placer de
descansar mis preocupaciones e inquietudes de parada en parada del autobús.
La mayoría de las veces que me
trasladaba a algún lugar nadie me acompañaba para decirme adiós y nadie me
esperaba para darme la bienvenida. Pero me gustaba así, dejando atrás de forma
brusca un mundo para adentrarme en otro. De hecho, en los momentos en los que
por alguna razón alguien me acompañaba a las estaciones me sentía incómodo.
Pero si recuerdo algún momento
con precisión es, sin lugar a dudas, cuando Andrea me acompañó a la estación.
No me sentí incómodo, al contrario. Previamente el día anterior me comentó que
iría a la estación de Atocha a despedirse de mí. Un acto que me pareció
demasiado bondadoso viniendo de ella.
Consecuentemente ese día
organicé la maleta milimétricamente, como si incluso al despedirse fuera a ver
lo que había en su interior. En mi monótono estilo de vestir me las ingenié
para parecer más compensado. Inclusive pensé meticulosamente en el resultado
final de mi aspecto. Conocía a Andrea desde hacía varios años y sabía
perfectamente lo que le gustaba. Por lo que me procuré una presencia que no
suscitara ni elogios ni destacara defectos. Me propuse ser, para la última vez
que nos íbamos a ver, alguien con apariencia elegante pero desenfadada.
Respiré profundamente. Pensé
comprar algo para dejárselo como recuerdo, pero lo creí inoportuno porque
denotaría mi tristeza. Irónicamente, ella y yo sabíamos que volvería a Madrid,
pero por alguna extraña razón conocíamos que ese era el momento indicado para
separarnos, el momento clave que dejaba abiertas las despedidas solitarias.
Llegué pronto a la estación,
tanto que no sabía qué hacer, cómo comportarme, dónde quería que me encontrase.
Quizá haciéndome el desinteresado en un bar, hojeando libros para dejarle la
impresión de ser un intelectual o simplemente sentado a la espera para que
supiese que era a ella a la única que quería ver.
Pasaba el tiempo e incluso
llegué a pensar que se había olvidado de mí. Compré el billete y, cuando me
dirigía a buscar la dársena, una mano congelada tocó mi espalda. Me di la
vuelta, estoy seguro de que notó como se ruborizaban mis mejillas pero adopté un
comportamiento cruel. Una pose fría que había copiado de ella: como si no me
importase nada, como si las cosas no tuviesen valor, simplemente sucedieran.
Andrea siempre tenía prisa y
miles de cosas por hacer, así me lo hizo saber una última vez. En realidad nos
despedimos: ni un abrazo, ni un beso, ni una palabra de las típicas que se
suelen decir en estos momentos. Solamente me dijo que así estaba mejor,
refiriéndose a mi aspecto y a mi forma de actuar. No se daba cuenta de que poco
a poco había ido copiando su comportamiento. Yo era una copia deliberada de
Andrea.
Me dirigí a bajar las escaleras
mecánicas. Siguiendo mi instinto respecto de lo que creí que ella haría: no
miré hacia atrás. Siempre me quedó la duda si ella pensó lo mismo o incluso
volvió la mirada. Pero yo no lo hice. No sé cómo bajé las escaleras sosteniendo
un libro en mis manos. Estuve tan concentrado en cómo debía comportarme que no
me había dado cuenta cuándo ella lo depositó allí. Era un libro sin
importancia, como todo lo que ella solía hacer: sin importancia, sin objeto
alguno, sin intenciones. Un libro sin más, que seguramente alguien le habría
regalado a ella.
Andrea tenía la filosofía de
que si no le das importancia a algo no la tendrá. Por eso no guardaba nada con
aprecio. Así que coloqué el libro al lado de mí, muy cerca del hueco entre los
dos asientos, lo dejé adrede en una posición de caída segura o de olvido si
esto no llegaba a suceder.
Sentado ya en el autobús a
punto de salir de la estación, centré mi mirada en la gente que se despedía
desde fuera del autobús. Nunca había tenido envidia de esa sensación, pero me
pareció curioso. Andrea se fue incluso antes de que hubiese bajado las
escaleras para encontrar la dársena. Nunca nadie que acompaña a alguien a la
estación se queda a unos pasos del límite. Siempre el acompañante es aquella
persona que llega hasta el momento final, inclusive están los que hacen señales
desde fuera del autobús como si no hubiesen tenido tiempo de hablar o los que
suben al autobús para ofrecer un último beso.
Recliné el asiento y me dispuse
a leer el libro que había preparado para este nuevo viaje. Aún quedaba impreso
en mis ropajes el olor a tabaco barato de Andrea. A veces era vomitivo; otras,
delicioso.
“Los viajes son los viajeros.
Lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos”. Fernando Pessoa ocupaba
ahora todos mis sentidos. Me parecía un ser maravilloso. ¿Por qué no podía
estar loco si es lo que pretendía? Me di cuenta de que la gente no nos conoce
como verdaderamente somos. Podemos parecer personas correctas y sencillas y
esconder en un baúl más de 25000 escritos en los que utilizamos 72 heterónimos.
Yo solo había tenido compañía
en mitad del trayecto y ahora ya llevaba más de media hora en el autobús. Había tenido una despedida sin despedida. Un
gesto que si no fuese por el libro que me había regalado parecería un sueño.
Pero el libro ya no estaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario