Decía Albert Einstein que en los momentos de crisis sólo la imaginación
es más importante que el conocimiento. Y es que no queda otra que estimular la
creatividad y el ingenio colectivo, por aquello de no empezar a acuchillar
simples teorías de recesiones y gráficos manipulados con presuntos culpables.
También, porque como le hagamos caso al conocimiento tal vez lapidemos muchas de las declaraciones que emiten
domesticados demagogos, charlatanes y algún que otro perfil del más puro inepto.
Total, queda la imaginación de la que muchos espabilados se lucran y no sólo
con beneficios económicos.
La
imaginación, creatividad, quizá en la lírica o en la mera denotación de un
vacío inmenso. Conceptos de los que hay que desconfiar cuando los pronuncian
con una mueca irónica, con una débil sonrisa en la boca. Inspiración: musas que
surgen de la crisis, del desequilibrio de valores, de emociones, del
estremecimiento de saberte perdido por causas ajenas. De ese dolor que silencia
una respiración ahogada en palpitaciones enajenadas. De una lágrima, acaso de
la que resbala por un rostro de impotencia ante un desahucio, como relata A la puta calle o Últimos días en el puesto del este: una crónica y una novela que no
tienen nada que ver pero cuentan lo mismo, como diría su autora Cristina Fallarás.
Cientos
de pizarras en blanco se ensucian en segundos con miles de cifras, números que
son personas y lágrimas. Cientos de teóricos: economistas con un buen sueldo,
comentaristas maquillados de insolencia, oportunistas con abrigos de piel…
Cientos de tertulias en las que día a día se relata lo que es pero parece que
fue, lo que se puede cambiar pero se adultera con historias que se creen
perennes. Mucho héroe con el estampado de la capa en euros. Mucha crítica
peripuesta y comentario vacío de contenido pero abarrotado de palabrería, de
términos y situaciones que la gente quiere oír. Terapia, tecnicismo de
autoayuda y verborrea digna de mordazas.
Columna publicada en La Opinión de Málaga el 18 de abril de 2013
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