El Museo Reina Sofía se llena de arte perverso, anarquista, divino,
déspota. Salvador Dalí capta desde el interior toda la
atención de su entorno contemporáneo. 200 obras se reúnen recogiendo el delirio
del catalán gracias a la colaboración del museo con el Pompidou.
El
hiperrealismo metafísico, ya no surrealismo, deja su huella en cada rincón
denotando un mundo ilógico. Como Dalí dijo algún día, si hubiera muchos como él
el mundo sería inhabitable. Un mundo, un país, que actualmente pone en duda la
monarquía, cuando él se declaraba monárquico pero no políticamente, sino
metafóricamente. El pintor, apolítico hasta en sus obras, roza el umbral de
surrealismo. Acaricia cada límite con una tesitura sublime y desgarradora.
Dalí se admiraba a él mismo, no es para menos, y deja que cada visitante del
museo lo admire con una ternura exorbitante. No hacen falta testimonios ni
justificaciones para aceptar esta afirmación casi catastrófica. Cada mirada que
se posa sobre sus obras define sus pinceles con exactitud y alabanzas. Cada
susurro que se pasea por los pasillos del museo acorrala a Dalí en una
adulación constante.
Gala, su mujer, su musa,
está presente en cada trazo de la exposición. Mostrando cuadros con toques
oníricos que reflejan la parte más personal del pintor. Las pinturas
destacan su época más paranoica y ególatra. El narcisismo supremo de un artista
encarcelado en sus obras. Dalí es el simple chapoteo de un egocentrismo que se
deja querer. Dalí es la lógica de lo defectuoso, el razonamiento insensato de
la imprudencia, es el asesinato de la razón a manos de un intelecto
extraordinario.
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