Ya no se escribe a lápiz o con ánimo
de ensimismar; tampoco se lee despacio y con afán de conmoverse al compás de la
literatura (o lo que queda de ella). No se cocina la prosa, se descongela
precipitadamente al amanecer por la necesidad de engullir. Se relata, quizá, de
una forma depresiva a la velocidad de la luz. No hay tiempo, no queremos que
haya. Ese todo que ya es privado o, como poco, está absorto en un plural
inaccesible, se estrecha tanto que sus esquinas se van resquebrajando entre los
mismos de siempre.
Sentados en cualquier sitio,
dondequiera que pueda reposar lo que nos queda de conciencia, recordamos
algunos los trozos de lo que fue y tal vez alguna vez vuelva a ser. Pero
quedamos al descubierto, tiritando por las calles y sucedáneos con bufanda, en
ese bucle de eternidad. Una librería se esconde en la esquina de ese camino
entumecido, admitimos en ella la rememoración de los grandes de siempre
comparados con los que ahora hacemos grandes por un columpio de petulancia. El
escaparate altera siempre «el buen quehacer», vanidad.
Más allá del paso de cebra, si lo
hubiera, aparentemente al lado de donde se compran y venden los razonamientos
retrógrados y los argumentos futuristas, otra eternidad en forma de
pentagramas. Más de lo mismo: recopilaciones de los grandes, alguna que otra
versionada con ese arte de entropía que llevamos en las venas y novedades
ruidosas que despiden un marketing exorbitante. También hay un punto medio,
algo que rescata a nuestros tímpanos del suicidio colectivo, pero escaso en su
diámetro.
Al final, antes de llegar a
los rubores de un melodrama con complejo de avenida, más veneración en forma de
cine (casi siempre extranjero) e idénticas confrontaciones de unos clásicos de
renombre y unos ¿actuales? sin más. Una equiparación muy injusta, la verdad.
Salvando las distancias y exceptuando algunos epicentros de ingenio y
originalidad.
Se pueden contar con los dedos los
libros, discos o películas que se salvan de ser uno más entre los típicos que
hay que tragarse por la firma o por la fama. Y, tal vez, muchos de los que se
salvan pasan desapercibidos.
Columna publicada en La Opinión de Málaga el 24 de enero de 2013
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