viernes, 16 de noviembre de 2012

1. Señales de tráfico de inocencias




Vivía en un pequeño piso en Madrid, la ciudad que no es nada sin papel de liar. Era un piso a las afueras, quizá en otro universo. Escocían los pasillos, las fotografías, los portazos. Todo era un vaivén de suicidios que alarmaba la pereza.

El piso era un pack de supervivencia, con sus lamentos y bisagras. Recóndito el poblado, aquel puzle de habitaciones sin más se constituía como inocencia emergente. Las ventanas eran solo eso, ventanas. Poca decoración, pocos libros y miradas. Había una cocina que casi nadie usaba, simplemente guardaba estantes de vino en oferta y, no sabía por qué, una colección de tazas de café utilizadas para los últimos tragos de vodka.

Dos habitaciones. Bueno, tres, más la suya. Porque su cuarto era un infierno. Las teclas del ordenador se derretían en el parqué a balazos. Había posters, escogidos a dedo, los que le habían regalado por casualidad. Una cama con un mísero desaire y una entropía desgarradora.

Luego estaba ella. Sentada en la ventana. Era un segundo piso, sabía que si se tiraba no le valdría de nada. Quizá un par de costillas rotas y el bofetón de su tía en el alma. Impotente, quemaba cigarrillos en la persiana. Los pies le colgaban hacia el vacío indefenso de un jardín sin flores. La imagen sería perfecta en un poema de Alfonsina Storni: vestía de negro, ella, pelo largo también del color de la oscuridad más sublime con ligeras ondas que despeinaba. La silueta era un verso en el más patriótico resquicio.

Se bajó de la ventana sosteniendo en su mano derecha el llanto y salió del piso sin hacer ruido. De un portazo quebró a llorar. Lloraban los pomos de las puertas, las farolas, los pasos de cebra. Derramaban lágrimas los bancos del parque, los columpios.  Las hojas del otoño sollozaban a la deriva. 

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