Vivía en un pequeño piso en Madrid, la ciudad que no
es nada sin papel de liar. Era un piso a las afueras, quizá en otro universo.
Escocían los pasillos, las fotografías, los portazos. Todo era un vaivén de
suicidios que alarmaba la pereza.
El piso era un pack de
supervivencia, con sus lamentos y bisagras. Recóndito el poblado, aquel puzle
de habitaciones sin más se constituía como inocencia emergente. Las ventanas
eran solo eso, ventanas. Poca decoración, pocos libros y miradas. Había una
cocina que casi nadie usaba, simplemente guardaba estantes de vino en oferta y,
no sabía por qué, una colección de tazas de café utilizadas para los últimos
tragos de vodka.
Dos habitaciones. Bueno, tres,
más la suya. Porque su cuarto era un infierno. Las teclas del ordenador se
derretían en el parqué a balazos. Había posters, escogidos a dedo, los que le
habían regalado por casualidad. Una cama con un mísero desaire y una entropía
desgarradora.
Luego estaba ella. Sentada en
la ventana. Era un segundo piso, sabía que si se tiraba no le valdría de nada.
Quizá un par de costillas rotas y el bofetón de su tía en el alma. Impotente,
quemaba cigarrillos en la persiana. Los pies le colgaban hacia el vacío
indefenso de un jardín sin flores. La imagen sería perfecta en un poema de Alfonsina
Storni: vestía de negro, ella, pelo largo también del color de la oscuridad más
sublime con ligeras ondas que despeinaba. La silueta era un verso en el más
patriótico resquicio.
Se bajó de la ventana
sosteniendo en su mano derecha el llanto y salió del piso sin hacer ruido. De
un portazo quebró a llorar. Lloraban los pomos de las puertas, las farolas, los
pasos de cebra. Derramaban lágrimas los bancos del parque, los columpios. Las hojas del otoño sollozaban a la deriva.
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