Hay
diferentes formas de leer la prensa, tantas como cada uno quiera experimentar.
La más fugaz y sugestiva, para mí, quizá sea esa en la que la mañana despierta
de un plumazo en la base del teclado del ordenador, o de esas tecnologías
`baratas´ de las que tanto se presume. El compás del parpadeo, aún inconsciente
cuando el vaho todavía permanece recostado, rima con la apertura colectiva de
pestañitas en Internet. Todo funciona a base de ráfagas. Las legañas se
inquietan cuando el café deja su implacable huella encima del libro de turno. Vestirse
es un desahogo en cada visualización de la actualización del Time Line y las
boquillas quedan encarceladas en un eterno papel de liar. Esa es una de mis `favoritas´.
Leer o, mejor dicho, mover involuntariamente las pupilas de un lado al otro del periódico para salir de
casa afirmando que sí, que seguimos igual, o peor. Y, antes de adivinar cuál es
la llave correcta que acorrala una maleza que aún tachan de habitable, recordar
en la última información leída a Joaquin Phoenix, actor puertorriqueño,
comentando que los premios son lo más tonto del mundo. Tiene gracia.
Los premios, esa estirpe de recompensas para los
`buenos´, politizan la cultura de la manera más soez que existe. Los hay
merecidos, pero permítanme deducir que es por simple casualidad. Literarios,
poéticos, musicales, para películas o concursos de `jóvenes artistas´. Lo son
todo y no son nada a la vez. Gratifican preferentemente por la ornamentación
que trae consigo.
Después de ese recuerdo, de las palabras de aquel
actor, me sorprendió tras la puerta un señor mayor repartiendo folletos por los
que pedía un mínimo no obligado de cincuenta céntimos. Después del intercambio
de bienes, cambié los planes de aquella
mañana por una charla de tú a tú. Fue voraz el canje. Aquel señor era escritor,
actor, poeta y tenía un nombre tan esclarecedor como olvidado por petición
propia. Merecedor por el bagaje que poseía de cuantiosos reconocimientos pero
si recibir alguno. Razón por la que estaba allí, en algún lugar, tal vez en un
barrio, repartiendo su vida en cuadernillos por unos céntimos. “Lo
verdaderamente bueno no se mide tras un ranking de figuritas impregnadas de
condecoraciones efímeras como el papel de liar”, me dijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario