Siempre he sabido que soy mortal. Cicerón tenía razón. Bueno, tenía razón
en casi todo. Por eso ella había regresado a su pueblo, simplemente para
saludar y confirmar una existencia evasiva. Estaba ahí. Colocada encima de su
cama, entre sábanas deshechas y cojines por doquier. Estaba en el centro de un
tumulto de inquietudes que la gente normal no podía descifrar.
Se concentraba en algo que surgía por ciencia infusa
a la vez que intentaba diluir en su taza de té los sonidos (o, mejor dicho, los
ruidos) que ese juego de pelota tan sobrevalorado despedía por la televisión de
papá. Porque era suya. También recolocaba en el lugar de los conocimientos
rotos el crujir de los platos de mamá. Siempre tan servicial, demasiado. Luego
coches y conversaciones ajenas que desataban un dolor de cabeza muy de pueblo.
El té con canela. Normalmente té rojo.
Ella se proporcionaba a sí misma su dosis diaria de
nicotina visual y sumergía por completo sus pupilas en ella. Sabía que sus ojos
no eran verdes o azules, como el mundo esperaba de una secretaría de lo
imperfecto, eran mejores. También conocía el secreto de su inestimado perfume a
sal. Un mar que apestaba en el centro.
Por otro lado, se podía decir que sus manos
despedían caricias falsas. Le molestaba cualquier anillo u ornamentación de
pegamento. Toda decoración exterior era símbolo de compromiso, un compromiso
que le asustaba. En base al resto de sus cualidades, hay que anotar, como en un
diario secreto, que empezaba a valorar sus feminismos perversos y la agonía de
sus recuerdos. Era como aceptar la finitud del orbe sabiendo que en la
imaginación todo puede cambiar. De hecho, lo cambió.
¿Continuará? A mí me gustaría que así fuese. Al leerte he podido sentir cada una de las sensaciones que describes... Y la manera en que lo redactas hace que continuamente quiera avanzar en la lectura.
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