martes, 13 de marzo de 2012

Personalizando primaveras

                  
Si el invierno fuera real no existiría. Si los preliminares de los que gozan las hojas secas antes de abandonar  las altitudes celestes estuvieran solo en la imaginación junto a tus apasionados recuerdos.

Pregúntale a Anaïs Nin. No existiría.

El ayer derramaría futuros inciertos y los haría naufragar por sutiles alegorías en forma de arquitectura perfecta. Sería como caer desde tus lágrimas inmateriales a un charco cuyo reflejo no te reconoce.  

El invierno era esa mezcla de temperaturas presumiblemente estéticas y el inicio de alergias domesticadas. Era como una extraña sensación. Prueba de ello era la silueta invernal que iba dejando, conscientemente, muestra de falso altruismo.

De repente, el invierno, decidía paralizar termómetros o agitarlos por caprichos. Era un adolescente mimado que consumía drogas sin quererlo, solo para formar parte de una sociedad de la que en realidad huía. Era esa estación, fría, que por dentro temblaba a cada paso por inseguridad en sí misma. Se escondía entre bufandas de algodón por el simple hecho de rozar labios ajenos.

No sabía reír, solo simular orgías de muecas sin sentido y criticar el resto de sonrisas. El invierno lo tenía todo, todo para llegar a ser alguien, pero se empeñaba en afirmarse en un don nadie incomprendido.

El tiempo pasa y el invierno también pasó. En el fondo era triste ver como se acercaba al suicidio cada vez que el peligro primaveral lo acechaba. Era triste, muy triste. También él daba pena.

Pero llegó la primavera. Y, en realidad, no sé si el invierno fue real, sigo pensando que si lo fuera no existiría.




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