martes, 5 de julio de 2011

Vidas reales


Una suave brisa que mueve  pequeñas hojas secas, el sonido urbano de los automóviles, conversaciones ajenas, niños riendo en el parque, luces de semáforos,  intermitentes, bocinas y un serio pero alegre, callejero pero hogareño gato pardo.
Firmes pasos, saltarina caminata. El gato, independiente del mundo, lame sus patas iluminado por la tenue luz de la luna. La gente le rodea, los niños le asustan, otros le intentan acariciar, pero él  solo se refleja en los ojos de ella. Unos ojos rodeados de arrugas y de felicidad, una sonrisa cómplice, unas manos que tienen una historia por contar, historia de experiencia. Sus miradas se saludan sin necesidad de palabras u otro tipo de contacto; la confianza, los años. Los pasos de la anciana y del gato se vuelven uno, sin alterarse por las sirenas de ambulancias, por el sonido grave de un traficante de drogas, por las insinuaciones de las prostitutas a los paseantes, por el aire caliente que se destapa en la boca del metro de Madrid.
Vidas reales, vidas habituales. Personas que miran hacia el suelo sentadas en el urbano número 14, hombres trajeados con maletín que llegan cansados de trabajar, treintañeros cerveceros que conversan sobre su última  hazaña,  jovencitas con alto tono de voz a propósito que sueltan al aire aventuras de fiesta, niños tímidos, mujeres arregladas que buscan atención, adolescentes con cascos que intentan huir del ruido mundano, el gato y la anciana.
Los pasos se vuelven a poner en marcha cuando las puertas del autobús se pliegan, un tumulto de gente, una música callada, numerosos piececitos: zapatillas Nike, pies doloridos por los tacones, chanclas rotas, manoletinas del 35, pijas saltarinas de charol, botines desfasados, descalzos y sucios pies desnudos.
El gato se para en seco la anciana le sonríe, él roza su cara con el mandil de cuadros de ella, ella saca las llaves de su viejo monedero negro y le acaricia. Frente a un pisito a las afueras el mundo se detiene, la civilización desaparece. Una fachada grisácea, unas grietas ennegrecidas. El rugido de una puerta de madera antigua, el sonido del tarareo de la anciana llamando a su acompañante que le contesta con un cómplice maullido.
Una pelea en el 5º, los porrazos incesantes del piso de arriba, la típica vecina que parece que siempre pone la música en el momento “adecuado”, el lloro del niño del matrimonio del piso de al lado. Y, un portazo que asusta de repente al aire.

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